La última vez.
Le permito a mi mente nombrarte sólo a momentos, pero al parecer con eso no basta y los "momentos" jamás terminan. Dejo la ventana abierta en espera de encontrarte y así se me pasa la vida.
Me permito rememorar el leve roce de tus labios que, como el agua, va dejando existencia —o desastre— a su paso. Releo las páginas que tienen escrito tu nombre guardando cada letra en mis pupilas, todo con el propósito de no olvidarlo.
Quiero absorber cada detalle de tu sonrisa, aprenderme el mapa que tienen marcadas tus palmas, reírme de tus gestos, saber todos los colores posibles que tiene una sola de tus camisas; perderme en la inmensidad de tu mirada, recorrer y recordar el mundo a través de nuestras fotografías; guardar páginas en blanco que, después de un tiempo, sean capaces de contar todo lo que callamos.
Quiero que sepas que te pertenece (completo) el lado izquierdo de mi cuerpo; que a pesar del insoportable ambulante que eres, puedas quitarte el tiempo de encima las veces que quieras. Quiero quedarme con el hilo de tu voz acompañándome a cada paso; que nunca se les acabe a mis manos el incontenible hormigueo que las recorre cuando te saben cerca y quieren acariciarte.
Que nunca se me olvide que eres faro y que tu luz acaricia sin importar la hora del día; que eres un trago de vida que cambia de temperatura según el clima. Y aunque de sobra sé que tienes más de mil defectos y nada claro el futuro, no te me vas; no te me olvidas.
También sé que sin importar en dónde te encuentres, seguirás afectándome profundamente la existencia. A veces, el despertar con pan francés y tu voz diciéndome "buenos días" me salvan la vida.
Así que te tengo una petición: que sea la última vez que me sucedes, amor.
Quédate.