El amor que te tengo
Quiero derretirlo, decantarlo las veces que sean necesarias hasta que se convierta en agua cristalina. Llenar océanos y ríos, dejar que corra por todas las cascadas. Evaporarlo, que tome la forma de esas nubes que hacen ruido al chocar entre sí. Refugiarme cuando llueva a cántaros y escuchar cómo empapa a todas aquellas personas ansiosas de sentir cada gota. Eliminar del imaginario la palabra sequía, pero también la posibilidad de que exista algo semejante al desperdicio.
O dejarlo en la orilla del mar y esperar que se envuelva en la arena, que la corriente lo arrastre hasta el fondo, donde no llega la luz. Que navegue por todos los puntos cardinales, que sea capaz de sumergirse en cualquier temperatura, que alimente cardúmenes y arrecifes completos hasta que, eventualmente, se convierta en un tesoro más por descubrir.
Aspiro a transformarlo en semilla y sembrarlo en medio de los naranjos que viven en tu jardín. Regarlo, cuidarlo del viento, del invierno y del tiempo; despejar la luz y el calor del sol, tenerle paciencia y esperar a que decida cómo quiere crecer. Tal vez se vuelva un árbol gigante y sea incapaz de rodearse con un solo par de brazos o quizás sea una de esas flores que solo adornan cuando es de noche.
Podría [des]hilarlo, convertirlo en una tela suave. Hacer un abrigo, como los que uso cuando llega noviembre, y dejar que me cubra el cuerpo entero al mínimo atisbo de frío. Encontrar los pocos centímetros que sobran adentro del ropero y, cuando llegue el momento, empujar —con todo mi peso— el resto de la ropa para poder guardarlo con la certeza de que ni el polvo ni la oscuridad van arruinarlo.
¿Dejo que vuele o que salte del acantilado? ¿Lo reduzco a una hoja de papel para doblarlo y que se quede, junto al monstruo, en una caja bajo la cama? ¿Fundamos un museo en donde la exposición permanente sea una línea del tiempo? Dime, ¿qué hago? ¿En dónde lo guardo para que sea impulso y no obstáculo?
AAAAAAAAAAAAAAAAAY mi corazón. Siempre palpitando al leerte