La voz del monstruo.
Me aparecí un día sin avisar, sin pedir permiso; sin siquiera tocar la puerta, evitando así la posibilidad de que no me dejara entrar. Mi presencia, siempre acompañada de dudas e indiscretas miradas, no la sorprendió porque me esperaba. Sí. Me esperaba sin conocerme.
Vigilé su sueño y la luz de la luna me reveló algunas cicatrices regadas en su cuerpo. Fui almacenando la historia de cada una para no olvidarme del color que habían dejado, volviendo aún más frágil su piel. Las pocas veces que estaba despierta de madrugada, me gustaba intentar descifrar las innumerables preguntas que me hacía sólo con sus ojos.
Nunca antes me había dicho algo hasta que su cansada curiosidad decidió hablar por ella antes de que se diera cuenta. ¿Y tú quién eres? El monstruo que vive debajo de tu cama. ¿Qué haces aquí? Vivo pernoctando. ¿Qué quieres de mí? Nada que puedas darme. Respondí todo lo que me preguntaba y su curiosidad ya no pudo quedarse callada.
Compartimos música, secretos, recetas de cocina y me mostró algunos de sus inventos. Dejó que leyera lo que escribía para mí cuando tenía tiempo y, cuando el insomnio abrazaba sus noches, me pedía que le leyera uno o dos cuentos.
Encerré la sensación de sus caricias y sus besos bajo mi cuello sin querer despedirme nunca de ellos. ¿Y por qué no te quedas? ¿Y por qué no entiendes que no puedo? Por favor, no te vayas. Por favor, no me detengas. Me fui con un dolor inmenso en el pecho, dejando mi alma entre sus brazos. Ahora sigo pernoctando. Durmiendo y despertando solo, aunque su recuerdo siempre me acompañe.
Porque, aunque ella me perdió el miedo, yo no pude librarme de sentirlo. Por eso no pude quedarme. Por eso me fui.
Encuentra la otra parte de la historia aquí.