La calle Nostalgia

Hay días en los que me gusta pasearme por este lugar que, desde que no estás, se ha convertido en mi refugio; este lugar en el que no hay prisa y el eco de mis pasos pausados resuena como un reloj. Tic. Toc. Tic. Toc.

El tiempo decidió rebelarse y hace lo que le da la gana. A veces pasa despacito y pareciera que las manecillas se deslizan queriendo arrastrar todo a su paso; otras tantas todo va tan rápido que el clima se confunde, pierde la cuenta y decide ser todas las estaciones el mismo día. Como yo.

En el fondo se escucha un organillo tocando la misma canción que, noche tras noche, compusimos entre suspiros. Imágenes de nuestras ciudades (y todas las que volvimos nuestras) son el papel tapiz que adorna las paredes.

Tu perfume llega de repente junto con un soplo de viento y quiero perseguir tu aroma para abrazarte, aunque sea en el aire; pero después de un par de segundos, todo se esfuma. Hay días en los que no camino por aquí y el justificante de mi ausencia es el miedo a traspasar la delgada (y a veces imperceptible) frontera que tiene esta calle con La Tristeza.

Regreso cuando la tranquilidad toca la marea y me quedo horas leyendo nuestras conversaciones viejas, encontrando nuevos detalles en las sonrisas que me devuelven nuestras fotografías, experimentando la sensación de vacío entre los dedos de mi mano izquierda.

Les preparo frutos rojos de cena a los gavilanes que revolotean de madrugada por mi cabeza. Calculo todas las posibilidades entre los husos horarios, la distancia y los sitios en los que me faltas. Esos son los peores días, los que se convierten en una semana donde parece que el lunes no se acaba.

Esos días, los grises y nublados, me aferro a cambiarte de casa; para que no vivas tan cerca de la lluvia de mis ojos y te mudes a un espacio entre marzo y abril; para que tengas una ventana cerca y veas siempre cuando las jacarandas florezcan.