La Tristeza
He llegado al único lugar al que no quería. La inercia del camino me guió hasta este lado de la frontera. He llegado a este lugar sin luz que me ha dado tanto miedo desde que vi el letrero de bienvenida en sus puertas por primera vez, hace poco más de cuatro años.
Jimena me ha pedido que transforme todo esto en algo bello, pero es que este sentimiento es de esos que no te deja hacer nada. Ando en piloto automático y, aunque estoy consciente del cliché, hasta ahora me ha funcionado. A pesar de esto y de mi constante deseo de separarme de lo-que-sea-que-me-esté-pasando, no puedo.
No hay nada nuevo que pueda escribir de esta señora que llega sin invitación a abrir la puerta de mi casa con unas llaves que quién sabe de dónde sacó y que ha utilizado con frecuencia y cinismo estos últimos días.
Ya no sé qué prefiero. Mis alternativas se reducen a evitar este lugar de vez en cuando, para después regresar más pequeña y más frágil o quedarme a vivir aquí para tener una herida abierta y que no se me olviden jamás las sensaciones y los riesgos. Ya no sé qué prefiero.
Este sentimiento de pesadumbre juega con mi termostato. A ratos, la temperatura desciende. Me congelo, incluso cuando el sol (necio) despliega sus rayos y una sensación térmica de 26 grados. El frío me arranca la respiración, hace que me tiemblen, sin ritmo, las manos y los dientes. A ratos, todo me quema. Se me incendia el pecho (que he vuelto a sentir vacío) con llamaradas cada vez más constantes, se evaporan mis lágrimas y la sequía de mi cuerpo me provoca vértigo.
Recordaba menos intensa la capacidad de andar por la vida con el alma craquelada. No recordaba la total falta de apetito, la visita del insomnio cada noche ni la tensión que me recorre cada músculo a tiempo completo y, aunque hay partes del día en las que todo esto se me olvida, el regreso de La Tristeza impacta en mis huesos, me deja sin fuerza, sin aire, sin consuelo.