Vaivén
A veces me gusta pensar que tenemos remedio, que no estamos tan descompuestos. Recorro los lugares que alguna vez visitamos juntos con la esperanza de que todo siga igual, por si decides regresar. Hago planes y los añado a la lista mental de "cosas para hacer después (contigo)". Me aseguro de tener todavía las llaves de ese espacio intacto que tenemos en la eternidad. Aquí están.
A veces, me voy al otro extremo de la cuerda floja en la que nos hemos columpiado los últimos días, esperando que la caída no sea tan dolorosa. Guardo palabras y sentimientos en el cajón que esperan para salir en el momento más oportuno, mientras Michael Bublé me acaricia el oído cantando Always on my mind y me dice todo lo que alguna vez quise escuchar de ti, pero nunca pronunciaste.
Durante el día, casi todo marcha bien. Procuro distraerme, mantener mis pensamientos ocupados en cosas a las que difícilmente logro ponerles atención. Me lleno la agenda de pendientes y no dejo espacios en blanco para evitar pensar en ti y en lo-que-sea-que-esté-pasando-con-nosotros.
Durante la noche todo es más difícil. Tu aroma sigue en mis sábanas, no se ha diluido con las lágrimas (ni con los incontables minutos que ha pasado la tela en la lavadora) y, en ocasiones, es el único recurso que necesita mi cuerpo para repeler al insomnio. Mi cerebro decide soñarte de forma arbitraria para advertirme que escapar no es un camino fácil. Hay sueños felices, hay otros que no tanto.
La única constante en este ir y venir de un lado a otro es la sensación al despertar. Siento un abismo en el pecho donde, tras cada bocanada de aire, tu recuerdo hace eco y me incendia los pulmones con toda la calma que a mí me falta; porque, aunque sé que los 78 lunares de tu espalda siguen intactos en el mismo sitio, somos nosotros quienes nos hemos movido.
Tal vez nos terminamos desde la primera vez y durante todo este tiempo hemos sido víctimas y testigos de la despedida más larga de la historia. Tal vez, incluso después de 575 días, seguimos renuentes a decirnos adiós.