Después de la ausencia
Desde hace algunos meses, camino sobre tu recuerdo como lo hago siempre en el filo de los escalones: tratando de mantener el equilibrio con las manos extendidas, balanceando mi torso de izquierda a derecha. Los primeros días no podía mantenerme en pie, pero hoy me caigo cada vez menos.
Me gusta creer que nuestros viajes de fin de semana me volvieron experta en hacer maletas, como un entrenamiento para cuando llegó el momento de irme y decirte adiós (a medias, como siempre); aunque, aún cerca de otros cuerpos, todos los puntos cardinales de mi brújula apunten hacia donde estás tú.
Guardo una flor por cada ramo que me regalaste y, desde que ya no esta[mo]s, todas juntas y marchitas inauguraron el Museo De Lo Que Fue para los floreros guardados que, como yo, se sienten vacíos.
Tengo una lista de cosas que me gustaría hacer, pero no sé cómo. Borrar las huellas que la ciudad tiene de nosotros, mudar a cualquier otra piel el lunar que compartimos para que deje de vivir en nuestro índice izquierdo, clausurar de algún modo los recuerdos que me deslumbran desde que abro los ojos y que tú ya no posees, por ejemplo.
También he pensado en publicar un anuncio: “Se busca un espacio para guardar todo esto que siento”. Es que ya no encuentro dónde ponerlo y en mi pedacito de nada —como nos gustaba decirle al cuarto cajón de tu clóset— no cabe.
Mi mente me atormenta con preguntas que nadie puede responder. ¿Ahora de quién serán mi juego de llaves del departamento y el lado derecho de tu cama? ¿De quién serán tus hijos? ¿Cómo me arranco las partes de mí que son tuyas? ¿Y si no vuelvo a llorar de amor jamás? ¿Y si no me alcanzan los días para dejarte de extrañar?
Desde hace cuatro meses, camino sobre tu recuerdo como lo hago siempre en el filo de los escalones. Los primeros días no podía mantenerme en pie, pero hoy me caigo cada vez menos. Hay quienes dicen que el tiempo más difícil son los primeros seis meses o el primer año, yo tengo la impresión de que, el tiempo más difícil, es la primera vida.